Beatriz era una hermosa chiquilla de
piel blanca, ligeramente tostada por el sol de la sierra, cabello rubio y
largo, ojos azules, boca pequeña con labios finos y rojos, robusta y de
estatura alta, bien proporcionada. Como era la única hija de la familia
y los padres de alguna manera tenían recursos, pensaron en darle una
buena educación. Movidos por ese imperativo, la familia se trasladó a la
ciudad de Durango, estableciéndose en una casa de la calle de la
pendiente que estaba muy cerca del templo de la Catedral donde había de
inmortalizarse para siempre Beatriz, en la leyenda de la Monja de Luna
de la Catedral de Durango.
Era la década de los años cincuenta del
siglo XIX cuando la chica determinó ingresar a un convento de
religiosas, sus padres que la amaban tanto aprobaron de inmediato la
idea considerando que preferirían verla casada con Cristo que con un
mortal cualquiera, así que Beatriz se fue al convento. Su padre, además
de pagar una fuerte cantidad de dinero por la dote correspondiente, donó
su fortuna al monasterio a donde había ingresado su hija.
Al sentir el clero sus intereses
afectados por las leyes de Reforma de aquel entonces, cerró algunos
conventos o instituciones de carácter religioso, entre ellos el convento
en donde se encontraba Beatriz. La monja regresó a su casa
encontrándose con la desagradable sorpresa de que su madre había muerto y
su padre se encontraba muy enfermo.
El viejo murió y Beatriz tuvo que
hipotecar la casa para enterrarlo poniendo en riesgo su único patrimonio
donde podría vivir mientras se abría el convento, quedando envuelta en
terrible soledad, protegida por su fe y sostenida con la esperanza de
volver pronto a su vida monacal.
Mientras la vida de esta mujer se
deslizaba en perezosa rutina, las tropas francesas del imperio,
comandadas por el general L’Heriller entran en Durango sin resistencia,
siendo objeto de caluroso recibimiento por la burguesía y el clero. Se
recibió a los franceses con la lluvia de flores, los intelectuales les
compusieron versos, el comercio les ofrecía banquetes, el clero misas y
Te-Deum; y la sociedad aristócrata les brindó su casa a los jefes y
oficiales imperialistas extranjeros, quienes en su mayoría eran jóvenes
apuestos y sobre todo, con monedas de oro en los bolsillos, sustraídas
de la antigua hacienda mexicana. Estos cortejaban a las damas
duranguenses; ellas en correspondencia se dejaban querer.
Así sucedió que una noche oscura y
lluviosa del mes de agosto de 1866, se encontraban en la calle un joven
mexicano que trataba de entrevistarse con su novia y un joven oficial
francés de nombre Fernando que intentaba cortejar a la misma dama. No
hubo diálogo entre ellos; el duranguense, puñal en mano se lanzó contra
el intruso, le asestó dos o tres puñaladas. Fernando al sentirse herido
huyó. El mexicano en su afán de aniquilarlo trató de darle alcance,
tropezó y cayó al piso, el escurridizo militar dió vuelta a la esquina y
avanzó en su huida. Conciente el extranjero de que si lo alcanzaba su
rival no lo dejaba vivo, tocó en la primera puerta que se encontró… era
la casa de Beatriz.
La muchacha al oír los toques fuertes y
desesperados intuyó que su auxilio era de vida o muerte. Abrió la
puerta, el francés mal herido entro y callo sangrante y desmayado en el
suelo del zaguán. La monja cerró y violentamente puso el aldabón y se
quedó perpleja; no pensó ni hablo nada, durante unos minutos se quedó
parada, contemplando al moribundo sin hallar que hacer.
Luego de que se le pasó el susto, le
limpió la sangre de la cabeza al herido y aplicó unos lienzos de agua
fría que lo hicieron volver en sí. Cuando se paró, a ella lo cautivó por
lo arrogante, ella lo cautivó por lo bella y lo delicada. Luego que el
militar tomó unos sorbos de agua fresca, Beatriz abrió la puerta del
zaguán y le pidió que abandonara la casa de inmediato. Fernando le
suplicó que le permitiera pasar esa noche allí para salvar su vida, la
monja se asustó y le negó el refugio. El francés ante la alternativa de
la vida y la muerte, cerró la puerta con brusquedad y sacando un espadín
que no pudo utilizar en el encuentro fatal, se lo puso en el pecho
diciéndole: si haces escándalo ¡te mato! La monja prefirió callar y
esperar el resultado de las cosas. Después de un buen rato de silencio
entre los dos, él le platico todo y le imploró su ayuda; le entregó un
buen puño de monedas de oro, que indudablemente contribuyeron al
convencimiento de la monja.
Por fin, Fernando se quedó escondido en
casa de Beatriz. Ella lo curó y lo atendió con esmero. Los dos eran
jóvenes, más o menos de la misma edad, bien parecidos. Se enamoraron
profundamente uno del otro y sintiendo Beatriz que había encontrado a el
hombre de su vida, se le entregó en cuerpo y alma. Los dos vivieron
momentos de excelsa felicidad, de esos que son escasos en el vivir de
los seres humanos pero que cuando se presentan deben vivirse con
plenitud.
Las cosas cambiaron, Napoleón III ordenó
el retiro de las fuerzas francesas del suelo mexicano; sin saberlo
Fernando, el ejército francés abandonó la ciudad de Durango y se
aprestaba el ejército liberal a la ocupación de la plaza. Al conocer
esto el militar del relato, intuyó que sus días estaban contados,
advirtió que no podía estar oculto toda la vida; tarde o temprano seria
descubierto y terminaría en el paredón. Era urgente salir de Durango,
tenía que dejar a Beatriz; se revistió de valor y dio a conocer la
decisión a su amada. Beatriz se resistió en principio, el la convenció
ofreciéndole volver pronto, tan pronto como las cosas cambiaran.
Ya no había franceses en la ciudad de
Durango; solo Fernando porque estaba escondido. La monja le consiguió un
caballo ensillado, le prestó bastimento y una noche del mes de
noviembre de 1866, el oficial francés salió sigilosamente de la
ciudad. Beatriz lo encaminó hasta la salida donde terminaba el barrio de
Analco, camino al puerto de Mazatlán. La despedida fue dolorosa como
son todas las despedidas de dos seres que se quieren. Las lágrimas de la
pareja humedecieron aquella noche de noviembre; se apretaron
fuertemente en un abrazo desesperado, se dieron un beso prolongado. Ella
se quitó una medalla de oro que llevaba colgada en su pecho y
colgándosela a él le dijo: “Para que te cuide”. Fernando montó en su
corcel y se perdió en la lejanía y el silencio de la noche.
La noche estaba estrellada como son las
noches durangueñas en esa época del año; hacía frió, el ambiente olía a
pasto frío, había silencio, en la lejanía se escuchaba el canto de los
gallos y las campanas de la catedral sonaban a las tres de la mañana.
Beatriz levantó los ojos al cielo, oró en silencio y con voz casi
apagada decía: “tiene que volver señor, tú me lo vas a traer”; mientras
que con paso lento atravesando las calles de Analco y tierra blanca se
dirigía a su casa.
Por otra parte, Fernando no conocía el
camino que lo podría conducir al puerto de Mazatlán, para unirse con sus
compañeros y después, ya con otro carácter volvería a buscar a Beatriz.
Los conocimientos que tenía del estado de Durango y sus comunicaciones
eran mínimos, solamente los que sus superiores le habían transmitido con
motivo de operaciones de la guerra. Cuando se alejó de su amada y se
sintió solo ante aquel esplendido panorama nocturno, contemplo las
estrellas y lloró a torrentes. Se sintió el hombre más desgraciado de la
tierra: sin patria, sin familia, sin dinero, sin conocimiento del
terreno, sin compañeros y con el tremendo estigma de llevar el uniforme
de un ejército invasor que se batía en retirada.
Sintió que su vida estaba contada en
horas y se arrepintió terriblemente de no haberse quedado con Beatriz a
vivir en un encierro sin límites. Hasta ese momento se puso a considerar
los riegos que consideraba aquel viaje, que comparados con los riesgos
que le traía vivir al lado de su amada, optó por su regreso. Miró el
horizonte y el crepúsculo rosado del amanecer anunciaba el advenimiento
de un nuevo día. La fuerza del amor había triunfado, pensó en el gozo
que le iba a dar ver a Beatriz esa misma mañana.
Así torció la rienda a su caballo para
emprender el camino de regreso. En el preciso momento que la avanzada de
una guerrilla juarista que tenía su cuartel en la vieja hacienda de
Tapias, muy cerca de la capital de la entidad le marcaba “el quien
vive”. Fernando al conocer de los rigores de la guerra y sabedor de la
política del presidente Juárez, ni siquiera pensó su decisión. Le
prendió las espuelas al caballo, le dio un cuartazo con energía y salió
disparado como un rayo por donde había venido. No avanzó mucho, una
descarga de fusilería rompió el silencio de aquella madrugada y el
cuerpo de Fernando rodó sin vida por el suelo. El caballo se fue con
todo y silla; uno de los guerrilleros lo alcanzó y en su veloz carrera
con su reata de lazar le echo un cuello, enredó la cabeza de la silla y
lo detuvo, trayéndolo ante el jefe de la guerrilla.
Después de revisarlo todo y registrar
los bolsillos del muerto, tratando de encontrar algún mensaje secreto,
no encontraron identificación alguna; en un morral de cuero solo había
un guaje con agua, unas gordas que en su interior contenían frijoles
molidos enchilados, un poco de pinole y unos panecillos de harina de
trigo, estaban envueltos en una servilleta bordada con hilaza de colores
adornada con un deshilado y unas puntas de tejido a mano. Aquel soldado
no traía nada de importancia, ni siquiera fusil, solo colgaba en su
pecho una medalla de oro con la imagen de la Purísima concepción y un
nombre grabado por el dorso que decía: Beatriz.
Atravesaron el cuerpo de aquel hombre
sobre la silla del caballo en que venía montado y se lo llevaron
estirando hasta la hacienda. Extendieron al difunto sobre el piso del
portal de la casa grande donde vivía don Antonio, el jefe de la
guerrilla. El sol salía en las colinas de enfrente, un viento helado
soplaba del norte; la noticia de la muerte se extendió como reguero de
pólvora, la casa se llenó de mirones; una vieja observadora dijo después
de examinarlo: “miren y tenía barba partida, era muy joven”. Otra
agregó: “era muy alto”. Allí permaneció el cadáver tirado, no le
pusieron velas y nadie lo lloraba. A la altura del medio día, se le dió
cristiana sepultura. Al cementerio lo llevaron atravesado en su caballo y
al sepelio solamente asistieron dos personas soldados de la guerrilla;
uno llevaba un talacho y una pala sobre el hombro. El otro cabresteaba
el caballo que servía de ataúd y de carroza fúnebre. Al llegar al
panteón cavaron una fosa y allí arrojaron el cadáver de Fernando como
fardo. Así terminaba el amor de Beatriz, el hombre de su sueño y de su
vida que la había hecho tan feliz un corto tiempo.
Beatriz no supo nada de esto, tal vez si lo sabe se muere de angustia o
se clava un puñal en el corazón. Ella vivía porque era de Fernando y se
conservaba para él; consideraba que el regreso de su amado era cuestión
de días, o cuando mucho de meses. En su casa, volvió a la vida de
soledad y rutina; ir a misa en la mañana, al rosario en la tarde y
bordar y tejer para confeccionar los paños sagrados de la iglesia. No
dormía, gran parte de la noche se la pasaba en vela, orando de rodillas
ante el retrato antropomorfo del trazador de destinos humanos.
En el convento había aprendido que la fe debe de ser siempre constante,
que hay que sufrir para merecer, y que un milagro no se realiza nada más
porque se pide; para que se haga hay que atravesar la barrera del
infinito y llegar a Dios, lográndolo solamente cuando se habla con el
corazón. Por todo esto, ella esperaba el milagro a largo plazo y aun
así, hacia lo imposible por merecerlo. Siempre tenía de día y de noche
una lámpara de aceite encendida a la imagen de su devoción.
La castigaba el saber que ya era madre, que en su vientre latía una
vida, producto de su amor con Fernando; que la hipoteca de la casa, que
había hecho cuando tuvo que enterrar a su padre estaba por vencerse y no
tenía dinero; que si abrían de nuevo el convento no podría regresar; y
qué diría el señor cura si se daba cuenta de su pecado; que dónde iba a
vivir si le quitaban la casa, que si nacía su hijo sin padre, a él y a
ella la sociedad de la religión los iba a condenar; que si Fernando no
venía ella se moría de pena. Esas y muchas otras reflexiones hacía
Beatriz, todos los días y todas las noches. Al fin, el desgaste de
energía por el llanto y la preocupación eran más grandes que el insomnio
y terminaba por dormirse. Las campanadas de misa de las cinco la
despertaban, se santiguaba y empezaba a pensar en Fernando y en su
situación para concluir con la espera de un milagro, que era lo único
que la podía salvar.
Así pasó un mes y así pasaron tres meses sin tener noticias de su amado.
Le confortaba la idea de que él no le escribía porque estaba próximo su
regreso; el milagro estaba por realizarse de un momento a otro, en una
noche de luna llegaría el oficial francés por el occidente. Tanto era su
fe en la idea del regreso de Fernando que se convirtió en obsesión y
todos los días de plenilunio, cuando Beatriz iba al rosario de la tarde,
se escondía tras un confesionario de la catedral, para luego que
cerraran la puerta, puidera subir por la escalera del caracol al
campanario, porque lo alto de la torre le permitía dominar mayor
distancia y visibilidad en el horizonte, para observar la inmensidad
hacia el occidente por donde tenía que aparecer su amado. Todos los
días, todas las tardes y todas las noches, Beatriz trepaba a lo alto de
la torre izquierda de la catedral, a hurgar en el horizonte esperando el
retorno de Fernando. Por fin, cuando el niño de Beatriz estaba por
nacer, una mañana del mes de abril, a las primeras luces del alba,
cuando el sacristán del templo abría la puerta mayor de la iglesia, vió
tirado sobre el atrio enlozado de la catedral, el cuerpo de una mujer
que con los brazos abiertos sobre el suelo, yacía muerta, estampada en
el piso, al desplomarse de lo alto de la torre de donde contemplaba el
horizonte.
Nunca se supo si fué suicidio por la
desesperación y el desengaño porque el milagro no se realizaba, ya sea
porque la plegaria de aquella noche de noviembre se perdió en el
infinito del cielo estrellado y no llegó a su destino, o porque los
ruegos y las oraciones de todos los días no fueron escuchados en
represalia porque la monja rompió el voto de castidad. No se supo
tampoco si fue un accidente producto del agotamiento y el desvelo el que
ocasionó el desplome. La realidad es que Beatriz murió por la caída de
más de treinta metros de altura, cuando a su hijo le faltaban unos días
para nacer.
Desde entonces, todas las noches de
plenilunio, se ve la silueta de una monja vestida de blanco en el
campanario de la torre izquierda de la catedral de Durango, de rodillas
contemplando el occidente implorando por el retorno de su amado.